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13.6.17

El efecto Tarmezano

Laura Tarmezano tenía 28 años y la asesinaron el 11 de mayo, delante de su hijo de 6 años y de dos amigos.
“¿Qué hacés, ñery? Esto te pasa por alcahueta”, le dijo su matador antes de dispararle en la cabeza.
Tarmezano había declarado como testigo ante el Poder Judicial por el homicidio de un hombre de 24 años, al que habían matado el 4 de abril y que apareció semienterrado en la zona de la Cachimba del Piojo.
Por eso, había pedido que le pusieran protección policial. El juez de la causa accedió, pero cuando la mataron la custodia policial no estaba: había desaparecido.
El ministro Eduardo Bonomi y el juez Ricardo Míguez dieron versiones opuestas y contradictoras respecto a las razones por las cuales Tarmezano estaba desprotegida cuando llegaron a matarla.
Bonomi dijo que no tenía custodia porque se había mudado. La familia de la víctima lo negó. Ahora reclaman 200.000 dólares del estado, que no les devolverán a Laura y que no pagarán ni Bonomi, ni Míguez, ni ningún otro jerarca. Pagaremos nosotros, como ocurre con todos los juicios que el estado pierde todo el tiempo por la ineptitud y la desidia de sus funcionarios.
Pero eso no es lo más grave. Lo más grave lo dijo el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Chediak:
"La posibilidad de que el Estado efectivamente asegure la integridad física de quienes sean testigos en hechos protagonizados por personas vinculadas a bandas de narcomenudeo o al crimen organizado, es el resorte indispensable para motivarlas a declarar. Si no podemos asegurar su integridad física, lo más probable es que desestimulemos que se quiera declarar o hacer reconocimientos en audiencia por miedo a sufrir represalias".
Lo que dijo Chediak es cierto, pero sus palabras llegaron demasiado tarde. Tarde para Tarmezano por lo menos. Y quizás tarde para el Uruguay también.
El 17 de mayo hinchas de Cerro dispararon contra el director técnico e hirieron a otro funcionario de Rampla Juniors.
Las actuaciones judiciales quedaron estancadas porque  a pesar de que había mucha gente presente cuando el atentado, nadie vio nada.
El abogado de Rampla Juniors dijo que todo se debía a lo que podríamos llamar el efecto Tarmezano: “Hay mucho temor en los testigos”.
Un día antes de las declaraciones del abogado, en el atardecer de San José, asesinaron en la calle a Susana Odriozola, una alguacil de la justicia, hermana de una jueza penal.
Da la casualidad que la jueza María Noel Odriozola había procesado en agosto a tres personas por un asesinato cometido en una guerra entre bandas de narcotraficantes.
La urgencia de las autoridades por determinar que la alguacil fue asesinada por “una rapiña fallida” no hizo más que acrecentar las dudas.
La versión oficial dice que a Odriozola la mataron porque se habría resistido a ser robada, que el asesino la mató para poder consumar su asalto. Pero, curiosamente, una vez que le disparó no se llevó nada: ni el teléfono, ni la cartera. La mató y se fue.
El Ministerio del Interior dijo que el homicida solo tenía antecedentes por delitos menores. Sin embargo, periodistas de San José han difundido su prontuario, en el que consta que también fue procesado por balear a una persona en un bar, y fue sospechoso de una ejecución nunca aclarada.
El dueño de la moto que utilizó el homicida de Odriozola dijo al diario El País que se la prestó para no tener problemas. “Se sabe que él anda armado, que anduvo a los tiros”.
Agregó: “Yo a veces intento no discutir porque soy laburante y trato de esquivar los problemas”.
Pocos días después, un matón a sueldo fingió ejecutar al abogado penalista Gustavo Bordes y se informó de amenazas de muerte recibidas por jueces y fiscales.
En este punto estamos hoy. Que la gente que trabaja tiene miedo de decirle que no a un delincuente. Que el que declara en un juzgado contra un asesino, es asesinado pocos días después. Que la justicia y el gobierno se pasen la pelota y por lo menos uno de los dos mienta respecto a por qué el testigo estaba sin custodia policial. Que de decenas de personas que vieron como una barra brava baleó a un dirigente de otro cuadro, ninguno se anima a declarar en un juzgado. Que la hermana de una jueza que se metió por los narcos es asesinada en plena calle, en una “rapiña frustrada” en la que los ladrones no robaron nada.
Ajustes de cuenta, narco, Uruguay
Los diarios de hoy informan de los cuerpos de tres jóvenes que aparecieron calcinados adentro de un auto.
Dos eran una pareja de novios. Al parecer, uno de los dos muchachos muertos había sido testigo de un asesinato de una banda de narcos.
Durante meses, desde el Ministerio del Interior se quitó trascendencia a muchos asesinatos señalando que eran “ajustesde cuentas”.
La idea subyacente que se buscaba -y que se busca- transmitir a la población es que estos “ajustes de cuentas” son crímenes que se producen entre delincuentes, unos se matan a los otros, no es un verdadero problema: sería casi un beneficio para la sociedad.
Luego, ante la cifra creciente de muertes, se dijo que habíamos pasado de los “ajustes de cuentas” a una guerra entre bandas.
La idea siempre es la misma: hay que estar tranquilos, estas son cosas que solo afectan a los que se meten en el narcotráfico o el delito.
Mentira. La realidad es la opuesta: estos asesinatos de bandas, estos supuestamente benignos “ajustes de cuentas”, afectan a mucha otra gente, como Tarmezano, como la joven calcinada adentro de un auto y cualquiera que se interponga en el camino del nuevo poder emergente. Lejos de ser benignos, los "ajustes de cuentas" son gravísimos y solo permiten temer lo peor: son los signos que anuncian un cáncer que una vez que comienza a comerse a la sociedad se lo traga todo, como ocurre -por ejemplo- en México.
El primer paso para solucionar los problemas es reconocerlos.
Se perdió mucho tiempo negando.
Ningún negador solucionó nunca nada.

7.5.17

Elogio del homicida

El País publica hoy una doble página sábana -en su día de mayor circulación- sobre el homicida Mario Vitette, un delincuente que comenzó su carrera criminal en San José, en un asalto a una estación de servicio en la que mató al sereno.



La nota es un retrato panegírico del "ladrón", que anuncia sus deseos de comenzar una carrera política y ser edil o intendente.
El título es "el ladrón que quiere ser edil". No el homicida. El "ladrón".
Se lo presenta también como "una estrella del delito" y "un héroe de acción pop que busca consagrarse como un personaje histórico mediante el festejo de los otros".
Se nos dice que su voluntad de hacer política se basa en su deseo de "luchar por el bien común, como hizo antes, en las cárceles, por sus compañeros".
Nos relatan cómo la gente de San José ama a Vittete. Que le gritan "capo", "ídolo" y "maestro". Que "hubo policías que lo visitaron para pedirle fotos". Que un agente al reconocerlo le perdonó una multa de tránsito.
Según la nota, "se dice" que cuando Vitette volvió a radicarse en San José luego de su periplo delictivo en Argentina "el 70% del pueblo festejó".
"Se dice".
La periodista también nos informa que Vitette es dueño de una "honestidad brutal".
No se nota mucho en la nota.
Sobre el pobre laburante al que mató, hay apenas dos referencias vagas.
En la primera, la periodista dice:
"Se hizo ladrón la primera vez que estuvo preso, en 1980, en la cárcel de Punta Carretas, por un homicidio que aun no se atreve a recordar. Es demasiado doloroso".
Pobre Vitette, cuánto dolor. Aunque pienso que debe haber sido más doloroso para el pistero al cual Vitette la pasó por arriba con una camioneta.
Es notable, además, lo que sugiere la nota: el pobre muerto tuvo la culpa de que Vitette se hiciera ladrón.
¿No era que estaba asaltando la estación de servicio?
Según la nota, no. Porque en la segunda mención, el asunto es presentado como un accidente de tránsito:
"Atropelló a un pistero en una estación de servicio y por primera vez pisó una cárcel".
Pobre nuestro "héroe de acción pop".
En otro pasaje de la nota, Vitette le dice a la periodista.
"Yo le ordeno a mi mente que elimine todos esos recuerdos que no me gustan".
Parece que también se lo ordenó a El País.

Vitette, El País, San José, homicida

2.4.16

La palabra clave es reincidencia

Un uruguayo llamado Víctor Brosque desapareció a fines de diciembre de 2015 y su cadáver su hallado días después en la ciudad de Treinta y Tres.
La trama de este crimen fue descubierta por casualidad. Dos ladrones de Maldonado robaron una casa, uno de ellos se amputó un dedo con un vidrio cuando intentaba ingresar a la vivienda, y los dos fueron al hospital manejando el auto del asesinado.
Siguiendo la pista de cómo el auto había llegado hasta los dos ladrones, se encontró a los asesinos.
Uno de los ladrones se llamaba, se llama, Martín. Como no se trataba de un delincuente primario, las autoridades y la prensa publicaron su nombre completo.
Buscando en internet se encuentran varias referencias a su carrera delictiva.
En enero de 2012 fue detenido y procesado por un robo de joyas en Punta del Este que había ocupado mucho espacio en los medios. Al parecer ya no era un delincuente primario. Un medio de prensa de Maldonado informó que estaba requerido por haberse fugado del hospital psiquiátrico de San Carlos.
No estuvo mucho tiempo preso. En octubre de 2014 fue procesado otra vez con prisión por circular armado por la calle.
No estuvo mucho tiempo preso. En julio de 2015 fue procesado otra vez con prisión como autor de un hurto agravado.
No estuvo mucho tiempo preso. En enero de 2016 ya estaba robando otra vez, usando el auto del recién asesinado Víctor Brosque.
Esta es la calesita infernal de la que nadie se hace cargo y que tanto ha rebajado la calidad de vida de este país. Ayer mismo asesinaron a un almacenero.
El caso de este ladrón no es ni por asomo el más grave. Hay delincuentes más peligrosos y con muchas más entradas y salidas de la cárcel. Algunos superan la decena. Están en la calle con el visto bueno de las autoridades, pero todos saben que volverán a delinquir.
¿No será hora de tratar con más severidad la reincidencia recurrente en el delito?

8.2.16

Lo que no se dice del "ajuste de cuentas"

Hace dos noches, frente a la pizzería más concurrida de Solymar, una adolescente murió aplastada por una camioneta fuera de control, porque su conductor, lo mismo que su esposa, acababa de morir acribillado a balazos disparados desde otro automóvil en marcha.
La chica tenía 16 años y estaba esperando a sus amigas para ir a un baile, según dijo la prensa.
La persecución del auto desde el cual se disparaban armas automáticas contra la camioneta que finalmente terminó matando a la adolescente se prolongó a lo largo de casi un kilómetro, por la súper transitada y comercial avenida Giannattasio. Que no muriera más gente fue una mera casualidad.
Tras la tragedia, en forma casi inmediata, se conocieron declaraciones de Johnny Diego, subjefe de Policía de Canelones, quien declaró a El País "que los primeros indicios muestran que puede tratarse de 'un ajuste de cuentas' por narcotráfico".
Es probable que así haya sido, ya que el hombre acribillado tenía antecedentes judiciales por esa causa. De todos modos, eso no le quita magnitud a la tragedia.
No conozco el tono en que el subjefe Diego se refirió al "ajuste de cuentas". Pero en muchas otras ocasiones he escuchado a otros funcionarios hablar de los asesinatos por "ajustes de cuentas" como si se tratara de un atenuante, como si por ello fueran menos graves y no del todo malos: los criminales se matan entre ellos.
La idea fue resumida a la perfección en 2014 por el subsecretario del Ministerio del Interior, Jorge Vázquez: “La mayoría de los uruguayos, si no están en el mundo del narcotráfico, del crimen organizado, o tienen un problema familiar grave, es muy probable o casi seguro que no sean víctimas de homicidio”.
armas drogas ajuste de cuentas
Armas, drogas y dinero encontrados por la policía en un auto
en Maldonado. Foto: Unicom
Una sentencia que, una vez más, no se cumplió en el caso de la adolescente de 16 años muerta en la avenida Giannattasio.
El error de todos los que esgrimen la teoría del atenuante por "ajuste de cuentas" es no ver que, lejos de ser tranquilizante que las mafias de narcotraficantes pululen y anden a los balazos por la ciudad, es un signo de que algo está muy mal y pronto quizás esté mucho peor.
Basta conocer un poco lo que pasa en otros lugares del mundo.
Con el auge de las mafias del narco no solo se multiplican los "ajustes de cuentas" y los homicidios de criminales por parte de criminales. También se multiplica el uso de la violencia desatada y sin límites, que lleva a atentados salvajes como el que costó la vida a la chica de la avenida Giannattasio. Crece el número de sicarios. Aumenta el poder de fuego de las armas que se emplean. El narco quizás no quiera matarte, pero no tendrá problemas en abrir fuego con una ametralladora en una avenida o en la puerta de un baile.
Pero eso no es lo más grave. Lo peor, y hay que ser muy frívolo o desinformado para no asumirlo, es que el narcotráfico tiene la capacidad de corromper a todas las instituciones de la sociedad, incluyendo gobierno, sistema judicial y policía. Y cuando eso ocurre, el costo en vidas suele ser gigante. Para empezar, porque los que no aceptan la ley de la mafia son asesinados, no importa si es un humilde trabajador, el director de un diario o un juez.
La versión buenita del narco que difunden los funcionarios uruguayos -delincuentes que solo matan delincuentes- no se comparece con la experiencia mundial.
En México la actividad de las bandas narcotraficantes y la guerra en su contra ha costado entre 60.000 y 165.000 personas muertas entre 2007 y 2014, según quien haga la cuenta. Hay más de 26.000 personas desaparecidas por causas relacionadas con el narco. El país se transformó en el peor y más peligroso lugar para ser periodista, solo superado por Siria.
Ese es el verdadero mundo detrás de los "ajustes de cuentas".
No logro entender: ¿de qué son atenuantes?

8.1.14

Feliz regreso a la obra

“Fue una fortuna”, dice el arquitecto colombiano Julio César Durán Parra, de 38 años, al recordar lo que sintió cuando le ofrecieron dirigir la reforma de la Policlínica del Penal de Libertad. Preso desde 2007 junto a su tío y a su hermano por una causa de narcotráfico, comenzar a trabajar en una obra fue como pasar del infierno al cielo. Llevaba seis años encerrado en una celda de la que salía apenas dos veces por semana para pasar dos horas en un patio de tierra apisonada sin colores, sin un solo árbol, sin siquiera una mota de césped.
Lo mismo le pasó al grupo de presos que trabaja en la reforma. Algunos nunca habían pisado una obra en su vida. Aceptaron la oferta de tomar la cuchara de albañil y el fretacho para poder salir de sus celdas todos los días, mover los músculos, sentir que no se están pudriendo en vida, hacer algo útil y, claro, también achicar sus penas.
Durán Parra soñaba con algo más cuando estudiaba en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. Se recibió en 2006 con un proyecto urbanístico para el municipio de Cumaribo. Quería llevar adelante planes importantes y no una reforma como esta que hoy dirige, un reciclaje de 300 metros cuadrados, donde comanda a un plantel improvisado de obreros y tiene también que hacer de capataz, porque no hay quien asuma ese puesto.
Sin embargo, está feliz de pasar los días enteros aquí, en esta pequeña obra de una sola planta, una reforma en medio del lugar más temido del Uruguay, el sitio del país donde nadie querría estar nunca jamás.
El desafío consiste en transformar un viejo edificio de la cárcel de peor fama en la nueva policlínica de la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE). Y no es un edificio cualquiera. Es La Isla, una construcción rectangular a unos cincuenta metros del edificio principal, utilizada primero en la dictadura y luego en democracia para confinar a los reclusos castigados. Por La Isla pasaron desde los rehenes tupamaros hasta los delincuentes más peligrosos de las últimas décadas, como el Rambo.
“Como sabían que yo era arquitecto me invitaron a trabajar en el proyecto. Fue algo muy bueno porque llevaba seis años sin poder ejercer y sin poder trabajar en absolutamente nada… seis años sin hacer nada. Y no solo por ejercer, sino por los beneficios de descuento en la pena. Porque es muy satisfactorio trabajar en lo de uno, pero lo más importante es eso: salir lo antes posible de aquí”.
Por cada día trabajado, se le computan dos días de pena.
Durán Parra primero quiso ser geólogo, para imitar a su hermano mayor, al que considera casi un padre en su vida. Sin embargo, pronto descubrió que esa no era su vocación. “Fue un desliz, por admiración a mi hermano. Pero no funcionó. Desde chico tengo una inclinación muy fuerte por las cosas gráficas”, dice.
Se recibió en agosto de 2006 y en agosto de 2007 ya estaba preso en el penal de Libertad. Se ríe con resignación cuando relata que apenas pudo ejercer un año su profesión en su país, y con nervios cuando uno le pregunta por qué se metió en el narcotráfico.
“Son cosas que en mi país, en Colombia…”, dice y deja la frase inconclusa.
El 18 de agosto de 2007, en un operativo policial en el que participaron agentes especiales e incluso dos helicópteros de la Fuerza Aérea, Durán Parra, su hermano Ángel y su tío Gustavo Durán Bautista, junto a dos pilotos brasileños, fueron detenidos en Salto con 485 kilos de cocaína, el mayor cargamento incautado en Uruguay hasta ese momento.
La droga –dijeron las crónicas policiales– iba a ser llevada a Europa disimulada en cargamentos de naranja. Parte del plan era instalar una planta de envasado de fruta en Montevideo, desde donde se enviarían los embarques futuros. Para eso se necesitaba un arquitecto.



***

Durán Parra tiene hoy su escritorio en una pequeña casita al lado de la obra, con vistas al edificio principal del penal. A pocos metros, en la vieja Isla, el más singular de los equipos de obreros del Uruguay trabaja a buen ritmo, casi todos con una sonrisa en la cara.
Presos, narcotráfico, trabajo en la cárcel
Son diez o doce hombres de aspecto variable y edades diversas, unidos por una quimera que los encandiló primero y luego los arrojó allí: ganar dinero rápido, conseguir lo inaccesible, saltearse casillas en la dura tarea de prosperar en Uruguay cuando se arranca desde abajo, incluso desde el medio. Al igual que el arquitecto, todos están presos por narcotráfico: uno vendía pasta base, otro marihuana, otro cocaína. La apuesta no le resultó a ninguno.
A diferencia de lo que suele ocurrir en las entrevistas con presos, aquí nadie alega ser inocente, ninguno dice estar pagando las culpas de un error judicial o de la mala suerte. Solo uno reduce su culpa explicando que él tenía pasta base porque era mujeriego y con ella compraba favores femeninos. El resto no rebaja su responsabilidad.
Estos presos convertidos en obreros admiten sus delitos con sinceridad, como si el hecho de estar trabajando, de estar levantando una obra destinada al bien público, redimiera su presente al punto de permitirles hablar con sinceridad de su pasado.
 “Al principio –cuenta Durán Parra– fue un proceso de aprendizaje, había que decirle a muchos: hagan la mezcla así o háganla asá. Porque por más que la gente tenga voluntad, si no sabe levantar un muro… Pero por fortuna en el plantel hay un par de oficiales que tenían experiencia en el trabajo y con su ayuda los demás han ido aprendiendo algunas cositas”.
Uno de los que conoce el oficio y le enseña a los demás es Juan José Arrarte. Trabajó en una larga lista de obras y empresas importantes de la construcción y ahora ayuda a sus compañeros reclusos.
Lleva preso tres años y cinco meses y todavía le quedan unos meses más: si todo sale bien recobrará la libertad en algún momento de 2014. Le pregunto por qué, si tenía un oficio y buen empleo, cayó en el tráfico de drogas. Sonríe y levanta los ojos dando a entender que la respuesta es obvia: lo encandiló la promesa de ganar mucho dinero. Ahora ya sabe que eso no resulta y disfruta de estar de regreso, transpirando la camiseta en una obra. “Es impagable, no se puede comparar con estar en la celda”. Solo le gustaría tener una certeza que no tiene: que el juez de su causa tome nota de su dedicación actual y su esfuerzo.
Los presos que trabajan en la restauración de La Isla tienen una guardia policial permanente entre ellos. Todos son reclusos de buena conducta y se han ganado su derecho a salir del celdario, pero la confianza no llega a tanto. Uno de los policías, de uniforme negro, está parado a mi lado. Arrarte dice que la guardia trata mejor a los presos que trabajan.
El agente –que hasta ese momento había permanecido callado– asiente:
–Yo para ellos, en lo que pueda ayudar, estoy a las órdenes.
Elbio Richard Santos es otro de los que ya sabía levantar paredes. Dice que tiene 23 años en el oficio y que es sanitario y oficial cañista. Cuenta que trabajó en tres o cuatro de las mayores compañías y luego tuvo su mini empresa. “La verdad, yo no necesitaba meterme en la droga. Pero empecé con el porro para fumar yo, y al final terminé teniendo porro como para un ejército”.
Rafael Carlos Ríos se acerca porque quiere dejar planteada su idea. Piensa con angustia en lo que ocurrirá el día en que la policlínica quede lista. No quiere volver al encierro inútil. Argumenta que con la experiencia que han hecho y todo lo que han aprendido, bien podrían llevarlos fuera del penal para ampliar escuelas, arreglar plazas o levantar comedores populares. Pide que por favor su idea quede planteada.
“Sería bueno que abrieran un poco la cosa, que nos dieran un poco de confianza. Quiero laburar, porque laburando estás todo el día suelto, matás el ocio y te hace bien al cuerpo. Terminás el día cansado y eso no es lo mismo que estar todo el día acostado en una celda reducida, hacinado con otros dos presos”.
Está en la cárcel por vender cocaína. Sabía el oficio de pintor, pero ahora le han ensañado nuevas destrezas. Y quiere aprender más, para poder levantarse su propio hogar. “Yo no tengo casa. Quiero hacerme una. Tengo un bebé ahora. Tengo otros cinco hijos y no pude criar a ninguno. A este sí quiero criarlo… quisiera superarme un poco”.
Daniel también tiene cinco hijos. Es el único que prefiere no decir su apellido. Es de Paysandú. Cruzaba el río Uruguay con cocaína.
Detrás de un muro aparece Julio César Rodríguez Pasquini y se presenta: es oficial finalista y nos pide que por favor llamemos a su abogada, una defensora de oficio con la que hace tiempo no puede contactarse. Dice que su causa es “solo suministro” (él es el mujeriego que conquistaba amores con pasta base) y que ya podría estar libre si su defensora presentara un escrito que nunca presenta. Su único pariente afuera es una sobrina que no lo llama, nadie lo visita y la doctora nunca lo atiende al teléfono. “Acá te dan tres minutos para la llamada, nunca logro hablar con ella. A veces me atienden en la central telefónica y yo disco el interno de ella y siempre se me termina el tiempo antes de poder hablar”.

***

Cada rincón de la obra encierra historias que darían para un libro, pero no hay demasiado tiempo para quedarse a escucharlas. La visita a la obra de autoridades de ASSE, un periodista y una fotógrafa de la revista Construcción ha hecho que la vigilancia sea reforzada. Nos acompañan integrantes del grupo GEO y no podemos ocuparlos el día entero. La recorrida tiene que seguir.
Antes de irnos, Durán Parra se apresura a relatarnos todo lo que la obra implica. Se hizo un camino con vereda para llegar a La Isla que incluye un pequeño puente sobre una especie de cañadón. La Isla no tenía ventanas, y ahora se están agregando. Los pequeños ambientes de las celdas de aislamiento se ampliaron para los nuevos fines del edificio. La vieja instalación eléctrica tuvo que ser toda reemplazada. La sanitaria se renovó en un 50% y las viejas cañerías se cambiaron por otras de PVC. La hidráulica se hizo a nuevo. Se agregaron cañerías y canillas para agua caliente porque antes el edificio solo tenía agua fría. Se incorporó un generador eléctrico. También tendido telefónico y los ductos y conexiones necesarios para colocar aparatos de aire acondicionado. La Isla, en sus viejos tiempos de mini cárcel de aislamiento y castigo, obviamente no tenía calefacción ni sistema de refrigeración.
En términos sanitarios, la nueva policlínica supondrá grandes avances, explica Enrique Soto, vicepresidente de ASSE. Tendrá un área de internación, un lugar donde poder compensar a quien llegue en medio de una crisis. También contará con un espacio para mantener aislado a quien pueda contagiar un mal peligroso. Todo eso hoy no existe. La policlínica actual de ASSE en el penal de Libertad es mucho más pequeña, tiene apenas 70 metros y está ubicada dentro mismo del edificio central de la cárcel.
Hacia allí vamos ahora. Para llegar hay dos recorridos posibles: se puede caminar por el costado del edificio principal de la prisión o ir por debajo de él, porque el penal de Libertad está sostenido en el aire, construido sobre gruesos pilotes de concreto, con seguridad para evitar las fugas subterráneas a través de túneles.
Presos. Trabajo en la cárcel. Penal de Libertad
La vista que ofrece el edificio principal de la cárcel parece salida de una escena de una película apocalíptica sobre el futuro, al estilo Mad Max. Un edifico enorme, de ladrillos, rodeado de alambradas y torres de vigilancia y cientos de ventanas demasiado chicas para ser “normales”. Desde cada una de esas míseras aberturas, trapos de colores, raídos y gastados por años de uso sufrido, flamean al viento atados a los gruesos barrotes. Son toallas, sábanas y frazadas que así se secan luego de ser lavadas: el pampero no las acaricia, las sacude y las extiende, como si ellas también quisieran escaparse de allí.
Anudadas a las ventanas también hay prendas de vestir de todo tipo y color, y banderas de cuadros de fútbol. La mayor es una de Cerro cuyos cuatro ángulos fueron atados cada uno a una ventana distinta, de modo que luce extendida por completo. “También cuelgan de las ventanas el escabio, para que fermente”, dice uno de los guardias que nos acompaña. El escabio son las bebidas alcohólicas artesanales clandestinas que los presos fabrican en sus celdas. Cada vez que hay una inspección de celdas, el escabio es requisado.
–¡¡FLAAAACO!! ¿¿QUIÉNES SON USTEDES?? –grita un preso desde una de las ventanas.
-¡¡¡ESTAMOS TODOS ATRAPADOS EN ESTE PENAAAAAL!!! –grita otro. Y lo repite dos veces, como si el panorama de las caras asomándose detrás de los barrotes no fuera ya muy claro y explícito.
Los que gritan son los que no tienen la suerte de estar trabajando y también, según dicen los guardias, algunos que no quieren hacerlo.
La mayoría de los que nos miran a través de los barrotes elige comentar la presencia de la fotógrafa con frases más bien irreproducibles. Un preso con cierta cuota de estilo y sentido del humor le hace saber:
–¡¡FLAAACA!! ¡¡¡EN CINCO MINUTOS TE ARMASTE UN CLUB DE FAAAANS!!
La guardia aconseja que más vale caminar por debajo del edificio, por entre los gruesos pilares que lo sostienen en el aire, donde los presos no pueden verte. Algunos presos no solo gritan a través de los barrotes, sino que arrojan cosas. Vamos entonces por entre los pilares que sostienen esa mole desangelada y así llegamos a la actual policlínica de ASSE, la que pronto será sustituida por la ex Isla, cuando la reforma se termine.
Médicos y enfermeros tienen cara de pocos amigos. “Esto es una cárcel”, anota una doctora, dejando en claro que preferiría trabajar en otro lado. También tienen dudas sobre la reforma en curso. Se quejan de que La Isla no tiene puerta de emergencia, de que en caso de motín está muy alejada del mundo exterior y de que para llegar hasta ella con una ambulancia o con cualquier otro vehículo hay que bordear necesariamente el edificio principal de la cárcel. No les parece segura.
Las autoridades de ASSE dicen que estudiarán sus reclamos.
La recorrida sigue. Dejamos el edificio principal a nuestras espaldas. Nos acompañan dos efectivos del grupo GEO, Javier Epifanio y Federico Falla, armados a guerra. Los dos son de Rivera, como la mayoría de la guardia carcelaria. Los dos querrían trabajar en otro lado.
–Hablar de afuera es fácil. Estar acá es difícil –dice uno de ellos.
–Todo el tiempo los presos te están midiendo. Todo el tiempo –agrega el otro.
Recorremos otras zonas del penal. Otros equipos de reclusos que trabajan han arreglado otro edificio que será destinado a policlínica para los policías. También un local para recibir visitas, decorado por los propios presos con dibujos animados y motivos cuasi infantiles, quizás pensando en los niños que vienen a ver a sus padres, o simplemente en que los visitantes se lleven una imagen alegre de la cárcel.
El comisario William Ávila, subdirector administrativo del penal, explica que desde hace un año el número de presos que trabaja se ha incrementado mucho, como parte de una nueva política carcelaria impulsada desde el Ministerio del Interior. Doce meses atrás, apenas 100 estudiaban o trabajaban. Hoy la cifra llega a 800, 350 que trabajan y 450 que estudian. “Es un gran logro”, dice Ávila. En total hay 1.300 reclusos en Libertad.
También están los que trabajan en la huerta. Ahora mismo están laborando a pleno sol del mediodía y les indican a los policías que nos acompañan en la recorrida dónde están las mejores cebollas para cosechar. Aquí no todos están presos por narcotráfico, sino que sus motivos de reclusión son diversos.
Leonardo, José Uno y José Dos dejan los instrumentos de labranza y conversan. Un funcionario de ASSE les dice que con lo que aprendieron pueden ir a pedir trabajo a las quintas de las afueras de Montevideo.
José Uno, los brazos de fuertes músculos y con decenas de cicatrices de cortes, anota:
–Pero vas y muchas veces no te pagan lo que tienen que pagar.
Leonardo dice que él no tendrá problemas para conseguir empleo cuando salga. En realidad, nunca los tuvo, porque su padre es dueño de un conocido comercio del centro de Montevideo. Yo mismo he comprado muchas veces allí, le digo. Luego le pregunto cómo terminó en la cárcel, cuando tenía todo a favor en la vida. Responde:
–Y… las malas juntas…
Luego se queda callado. Prefiere no dar más detalles.
Les pregunto a los tres si están contentos con trabajar en la huerta.
–Claro. Acá estás todo el día suelto –dice uno.
–Y cuando te vienen a visitar, le podés hacer un asado a tu familia –agrega otro y señala unos parrilleros cercanos, que pueden usar cuando los necesitan.
José Dos está preso desde hace cinco años y cuatro meses, por rapiña, según relata. Recién hace una semana, cuando apenas le quedan tres meses de condena, lo dejaron salir a trabajar. Se lo nota pálido, como si recién hubiera despertado de un mal sueño muy largo. No puede creer estar al aire libre, bajo los rayos del sol, rodeado de verde. Le cuesta encontrar las palabras para expresarlo.
“Acá estás todo el día suelto”, repite, en voz baja, casi maravillado.
El trabajo –esa carga que tantas veces nos agobia– es una bendición. Quizás no sea demasiado tarde para que estos jóvenes lo descubran.
En cuanto a la nueva policlínica, será inaugurada en diciembre si todo sale bien.
“Forma parte de las políticas sociales de ASSE. Más del 10% de nuestro presupuesto está destinado a fines sociales: atender a presos, adictos a las drogas, enfermos psiquiátricos y adultos mayores”, dice Soto, vicepresidente de los servicios de salud del Estado.
Al despedirnos de los obreros-reclusos que trabajan en la construcción de la policlínica, todos posaron sonrientes para una foto, todo un equipo orgulloso de su obra.
Algún día todos ellos cruzarán las mil alambradas que separan la cárcel del mundo libre. Pasarán por donde ahora familiares con caras tristes hacen cola para entrar a la visita con sus bolsos llenos de provisiones. Dejarán a sus espaldas el cartel que anuncia que quien tira un papel al suelo en la entrada del penal se hace “pasible del correctivo correspondiente”. Ese día, cuando salgan del lugar donde nadie quiere estar, la reforma de la policlínica quizás sea uno de los pocos buenos recuerdos que se lleven de los años pasados allí dentro.
Habrán dejado algo útil para los demás.
No es poco.

Historias uruguayas, crónicas y reportajes de Leonardo Haberkorn
Publicado en la edición noviembre/diciembre 2013 y enero 2014 de la revista Construcción, de la Cámara de la Construcción del Uruguay.
Incluido en el libro Historias uruguayas.
Fotografías: Magdalena Gutiérrez.
el.informante.blog@gmail.com

8.9.13

La prensa uruguaya y Vitette

Un periodista del suplemento Sábado Show del diario El País consultó mi opinión respecto a toda la atención mediática que ha tenido desde su llegada a Uruguay el exconvicto Luis Vitette. La pregunta incluía mi parecer sobre la entrevista exclusiva del expresidiario con el periodista Omar Gutiérrez.
Respondí lo siguiente:


arAntonio Ladra, Ignacio Álvarez, Leonardo Haberkorn y Gerardo Sotelo opinan sobre Luis Vitette.En Uruguay se justifica a los delincuentes. El otro día, ante el asesinato de un taximetrista, el Sindicato del Taxi dijo que el asesinato “no es otra cosa que la más pura consecuencia de décadas de descomposición del tejido social". Es decir, no hay culpa de los asesinos. Sí de las injusticias sociales. Mucha gente comparte esos razonamientos. Con ese panorama no me extrañó que decenas de periodistas fueran a recibir a Vitette al aeropuerto como si fuera una estrella de rock. Vitette ni siquiera puede ser presentado como esos ladrones de guante blanco cuyo talento impide que los atrapen. Él estuvo muchos años preso. El "robo del siglo" no fue su primer delito. Según escribió en Twitter el periodista Antonio Ladra, antes robó una estación de servicio en San José, donde mató al sereno. Le pasó cuatro veces por arriba con una camioneta. Luego escapó para Argentina en una salida transitoria de la cárcel. Lindo nene para ir a recibir al aeropuerto. La entrevista de Omar es un capítulo aparte. Presentó a este señor diciendo que lo conoce desde chiquito, que quería mucho a su padre. "Yo te quiero mucho", le dijo luego. La charla duró casi media hora, pero sobre lo que pasó en San José hubo pocas preguntas. La palabra asesinato no se dijo nunca. Homicidio, asesino, homicida, tampoco. "Eso es embromado", dijo Omar. "Murió alguien", agregó en otro momento, como si alguien hubiera tenido un infarto. Vitette eludió responder sobre ese crimen y el periodista no repreguntó. Solo al final Omar volvió sobre ese tema y le sugirió que fuera a hablar con la familia "del que mataste". Vitette dijo que hacer eso sería faltar el respeto (¿?) y también que no le da el coraje. Aclaró que sí le da el coraje para "acostarse con dos señoritas". Luego le preguntó a Omar: "¿Y si te digo que yo no fui"? Omar respondió: "Capaz que no fuiste".
Hace unos meses yo estuve en ese mismo sillón, junto a Luciano Álvarez. Omar nos entrevistó sobre Relato Oculto, el libro que hicimos sobre Víctor Hugo Morales. Omar comenzó el diálogo advirtiéndonos que Víctor Hugo es su amigo (como Vitette; Omar tiene muchos amigos). A partir de allí nos sometió a un interrogatorio cuasi policial, obsesionado con encontrar un motivo turbio que justificara nuestro libro, como si fuera delito contar cosas verdaderas y documentadas sobre la vida pública de un personaje público.
Lo que nos pasó a Luciano y a mí es una anécdota. La entrevista light a Vitette, un delincuente que alardea de la cantidad de idiotas que lo siguen en Twitter, me parece algo un poco más grave. Yo le diría a Omar que deje de hacer periodismo sobre sus amigos. Va a lograr ser más ecuánime.

Aquí se puede leer el artículo publicado en El País. También opinan los colegas Antonio Ladra, Ignacio Álvarez y Gerardo Sotelo.

18.2.12

Robar no es hacer changas

Hoy todo es polémica entre el gobierno y la oposición. Y, sin embargo, estos dichos del diputado Aníbal Pereyra pasaron desapercibidos.
Pereyra es uno de los legisladores del MPP, el grupo político orientado y liderado por el presidente José Mujica. También integra la dirección del  MLN-Tupamaros. Es representante nacional por el departamento de Rocha. Tiene 46 años.
Diputado Aníbal Pereyra
En enero le dijo a El País:
“Una de las fortalezas más grandes que tiene Uruguay para el turismo es la seguridad. Aunque así como hay gente que viene a hacer la temporada de verano, hay delincuentes que van a hacer la changa. Hoy hay lugares tan alejados de los centros urbanos que si no tienen criterios de seguridad algún día los van a afanar. Si se ostenta determinada cosa, algún día los que andan en la vuelta lo pueden robar y de eso hay gente que no se da cuenta”.
Pereyra se refería a algunos robos en el este del país, en zonas al parecer muy apartadas. Reclamaba que quienes residen en esos parajes tomen medidas de seguridad para no ser desvalijados.
Pero eso no es lo insólito. Lo asombroso es que afirme que “hay delincuentes que van a hacer la changa”. Y lo pasmoso es que nadie diga nada.
Hacer una changa en Uruguay es hacer un trabajo menor, pequeño, informal. El que vive de changas seguramente no tiene una gran preparación, quizás no le guste tener un empleo formal, puede que no sea muy laborioso, que sea un poco vago, perezoso, que rehúya las responsabilidades. Puede ser, o quizás no sea nada de eso. Pero lo que es seguro es que quien vive de hacer changas es una persona decente. Hacer changas no es andar robando. El que vive de changas no es un ladrón. Los delincuentes, diputado Pereyra, no hacen changas.
La declaración del legislador es una prueba más de hasta qué punto vivimos en una sociedad que no condena al delito, que lo legitima.
Robar es como trabajar para el diputado Pereyra. Y no solo para él.
Antes la explicación era que había tanto delito porque había mucha pobreza. Pero la pobreza cayó y el delito no. Antes faltaban ayudas sociales. Ahora se vuelcan millones, pero los delincuentes no se enteran.
El problema está en otro lado.
Es un problema cultural, de discurso, está en las palabras. Y no cambiará mientras robar sea tan legítimo como changar o trabajar.

8.12.11

Nuestro problema con el delito

Ya nadie discute que Uruguay tiene un problema de seguridad. Lo que se discute ahora son las razones, las responsabilidades y el eventual modo de salir de esta locura que cada día nos depara una noticia peor que la otra.
Como ocurre con todo problema complejo, en la crisis de la seguridad pública las causas son múltiples y variadas. El calamitoso estado de las cárceles, la decadencia de la Policía, la corrupción tolerada y escandalosa en el INAU sin duda son algunas de ellas. Son problemas que décadas y décadas de desidia política han agravado hasta los límites intolerables del presente.
Pero sin desmerecer la influencia de estos y otros fenómenos, existe otro ingrediente que juega un rol muy importante en la crisis de la seguridad y del cual no se habla. Es una causa obvia y oculta a la vez: ocurre que un número muy grande de uruguayos, un porcentaje mayor al que nadie está dispuesto a admitir, no siente que el robar sea algo necesariamente condenable. Dicho en otras palabras: muchos, demasiados, uruguayos no condenan el delito. Ser delincuente no está necesariamente mal visto en Uruguay.
Las razones por las cuales esto es así tiendo a creer que son complejas. Por un lado, algo de eso hay en nuestro ADN histórico. Fuimos tierra de conquistadores que llegaron con la ilusión de llevarse mucho y construir poco. En nuestra historia, además, hay mucho bandolerismo maquillado, oculto, incluso glorificado. Los malones charrúas, el gauchaje que vivía de lo que podía tomar aquí y allá, los abusos de las tropas de Artigas cuidadosamente borrados de los libros de texto, los paisanos que en Rocha prendían fogatas en la costa para engañar a los barcos, hacerlos encallar y robar las pertenencias de los náufragos. Sin olvidar las “expropiaciones”, eufemismo con el cual el MLN llamó y llama a los asaltos con los que financió su fallida revolución.
La idea central implícita que justifica todos estos abusos es que los pobres, los desamparados, tienen derecho a robar. Es un discurso histórico que sigue vivo porque lejos de combatírselo se lo ha alimentado y reforzado. Durante décadas ciertos grupos políticos han insistido en la idea de que la pobreza justifica el delito. A lo largo de muchos años desde el regreso de la democracia, mientras la vida en  el Uruguay iba poco a poco perdiendo su histórica calma, se insistía con el mismo argumento: ¡cómo no va a aumentar el delito si cada vez hay más pobres! El vicepresidente Danilo Astori admitió en una reciente entrevista que el Frente Amplio propaló durante mucho tiempo esa idea “equivocada”.
Lo cierto es que el efecto de ese discurso ha impregnado la mente y el corazón de los uruguayos: el delito no se condena porque lo cometen los pobres desgraciados que nada tienen. Así se piensa.
Por supuesto, el argumento era falso en 1985, en 1995, en 2005 y lo es hoy también como –más vale tarde que nunca- Astori acaba de reconocer. Si fuera así, en  países como Haití, Nepal y Burkina Faso todos serían ladrones. Sin embargo, en Uruguay esta manera de pensar prendió con tanta fuerza que algunos recién se desayunan ahora de su falsedad. ¿Cómo es posible que la pobreza haya caído notoriamente y los delitos sigan subiendo?  ¿Cómo puede ser que Uruguay tenga el menor índice de desempleo en muchas décadas y día por medio maten a un comerciante, un vigilante, un policía o un taxista en un asalto? El ministro Bonomi, que como buen tupamaro ayudó militantemente en estos últimos años a instalar la idea de que la pobreza justificaba el delito, ahora ensaya triples saltos mortales en un intento imposible de conciliar su viejo discurso con la actual realidad: la gente -ha dicho- antes robaba para comer, y ahora para tener championes.
Mirá vos. Qué lindo que es ser tupamaro para encontrarle siempre una explicación sencilla a todas las cosas.
Pero el problema no es Bonomi. El problema es que la gente no le sigue el paso a Bonomi. La mayoría continúa pensando que el delito no es algo condenable. Que ser pobre lo justifica. Es la reedición de la lucha de clases en su versión más decadente y resentida: pobres planchas contra ricos chetos, con música de los Wachiturros de fondo. Por eso hubo tantos uruguayos que gozaron (sí, gozaron) al enterarse que un padre de Carrasco había matado a su hija creyendo estar disparando contra un ladrón. Es triste y es penoso, pero es así.
Este “estado del alma” del país nos trae varios problemas. Por un lado, muchos uruguayos sienten que no hay nada de malo en incursionar en el delito, las pruebas están a la vista.
Otros no salen a robar con revólver, pero se llevan todo lo que pueden de su lugar de trabajo. Hace unos meses vimos a un sindicato importante del PIT-CNT ir al paro en defensa de uno de sus trabajadores que había sido filmado robando. Pocas semanas atrás dos jueces de Maldonado fallaron en favor de dos trabajadores que habían sido despedidos del hotel Conrad, uno por llevarse a su casa alimentos de la cocina del establecimiento; el otro por quedarse con una pertenencia de un huésped. Dos casos que para el diccionario entran en la categoría de robo. Pero que para la Justicia uruguaya ni siquiera configuraron una notoria mala conducta.
De los bienes públicos que están en la calle, ni hablemos. Tenemos el récord mundial de robo de cables. Se llevan las canillas, las tapas de OSE, la arena de las playas, las plantas de los canteros, las letras de bronce de los monumentos, las placas de los cementerios.
Otros no roban directamente, pero como el delito no les parece algo condenable, para ellos no es un ningún problema comprar cosas robadas. Nadie ve al celular ajeno como un objeto de horror. Nadie ve miedo, pánico, sangre, muerte en un plasma que llegó al mercado a través de un asalto. No. Es tan solo una oportunidad, una oferta, la posibilidad de sumarme yo mismo a la cadena de viveza criolla. Si todos roban, los políticos son corruptos, los ricos son explotadores, ¿por qué yo, que soy más pobre que ellos, no voy a tomar mi pequeña tajada? Ni que decir que un razonamiento similar utilizan muchos para justificar sus evasiones impositivas.
Así funciona el círculo infernal en el que estamos metidos.
Si el delito no está mal visto, quizás eso explique por qué existe tan poca preocupación por sus víctimas. La Policía muchas veces arroja sospechas sobre los asaltados, los muertos, los desaparecidos de la democracia, como Nadia Cachés, de la que nadie habla y ningún equipo busca: gente imprudente que andaba con dinero, o con un reloj caro, o con vidrios polarizados, o en bicicleta como Nadia, o con armas, o sin armas, que quiso defenderse, o que no tomó lecciones de cómo enfrentar a un delincuente justiciero. La prensa cada vez más  reproduce cualquier cosa que le dice la Policía sin ponerse un segundo en la piel de la víctima o de su familia.
La sociedad uruguaya defiende a las víctimas de la dictadura, de la violencia doméstica, incluso a los animales maltratados, porque la dictadura, la violencia doméstica y el maltrato animal están mal vistos, por suerte. Pero al mozo de Los Francesitos que quedó casi parapléjico porque un delincuente le pegó un balazo con una bala preparada para hacer más daño, a él, como a cientos de víctimas de los delitos de cada jornada, a ellos no los defiende nadie. Nadie.
Y no los defiende nadie porque el delito común no está mal visto por una enorme cantidad de uruguayos. Esa es la verdad. Ése es nuestro terrible ADN. Esa es nuestra desgracia, la prueba de nuestra brutalidad, de nuestro atraso.
Podrán cambiar mil veces los ministros. Pero hasta que eso no cambie, no cambiará nada.


el.informante.blog@gmail.com


26.7.09

Morir a los 14 años por nada

Michael Campos era un niño sordomudo. Tenía 14 años y vivía con su madre en las afueras de Paysandú. Todos los días caminaba diez kilómetros para llegar a la escuela; siempre llevaba consigo su computadora del plan Ceibal. Su padre es uno de los soldados uruguayos que integra las fuerzas de paz en Haití.
La computadora fue lo primero que encontró la Policía. El cadáver de Michael apareció después. Había sido atacado, violado y ahorcado con la moña del uniforme escolar. Los forenses dijeron que intentó defenderse y que tenía una herida en el cráneo, una herida que le habían hecho luego de haberlo asesinado.
A Michael lo atacó, lo violó, lo ahorcó con la moña escolar y lo siguió golpeando aún después de muerto un hombre de 49 años que ya poseía dos antecedentes penales. Según publicó la prensa, había sido encarcelado en los años 80 en Tacuarembó por abusar de un menor y, hace apenas tres años, por homicidio en Montevideo.

***

Lucía Espinosa tenía 14 años. El 30 de junio dejó en su casa un papelito que decía que se iba a ver a las amigas del liceo. En realidad iba a encontrase con un admirador secreto que le enviaba mensajes de amor a su teléfono celular.
Su cadáver apareció once días después, al lado de un preservativo usado.
Al violador y asesino lo descubrieron cuando quiso vender el celular de Lucía, el mismo teléfono al que le había enviado los mensajes que engañaron a la niña y la llevaron a a su cita con la muerte. El asesino había sido su tío. Los diarios informaron que tiene 39 años y un extenso prontuario. Entre 1988 y 2001 fue a la cárcel varias veces por amenazas, hurto, rapiña y estafa.

***

En Artigas todos conocían a Víctor Hugo Perscíncula porque había sido profesor de matemáticas y francés de media ciudad.
Tenía 61 años cuando lo asesinaron de una puñalada en el cuello para robarle el auto.
Los degolladores cayeron presos poco después en Durazno.
Uno de los criminales tiene 38 años y posee antecedentes penales en distintas partes del país. El otro asesino tiene 26 y ya estuvo en la cárcel de Artigas y en la de Bella Unión. De allí salió, pero regresó condenado por hurto y daños. Había vuelto a quedar libre quince días antes de participar en el degüello del profesor Perscíncula.

***

Michael, el niño sordomudo de 14 años que fue violado y ahorcado con la moña de la escuela; Lucía, la niña engañada, violada y asesinada por su tío; Perscíncula, el profesor degollado; los tres podrían estar vivos si no fuera por la suicida política uruguaya de liberar a los delincuentes consuetudinarios. Los tres asesinatos ocurrieron en las últimas semanas. Los tres fueron cometidos por delincuentes varias veces reincidentes. Y allí no se agota la lista: hace unos días en Young una mujer de 32 años fue ahorcada, cinco veces baleada y violada después de muerta por otro delincuente con antecedentes penales que abusaba sexualmente del hijo de 15 años de la víctima.
En Uruguay el sistema judicial reinante es una loca calesita que permite que los más peligrosos criminales salgan de la cárcel para volver a ingresar poco después con algún nuevo horror a cuestas.
Todo el sistema rezuma una gran hipocresía. Los delincuentes son encarcelados con el fin declarado de ser recuperados. Pero las cárceles uruguayas son un infierno donde los presos solo se tornan peores. Cuando los criminales reincidentes son liberados, supuestamente rehabilitados, todos sabemos que lo único que cabe es esperar lo peor. Y lo peor ocurre cualquier día en cualquier lado: en un camino en las afueras de Paysandú, por ejemplo, con un niño sordomudo de 14 años como víctima inocente y su moña escolar de testigo.
Se ha hecho un lugar común decir que las penas uruguayas son muy duras en algunos casos. Es discutible, porque en Uruguay no existe la pena de muerte, ni la cadena perpetua, ni se suman las penas cuando el delincuente comete varios delitos, como sí ocurre en otros países. Reincidir una y otra vez tampoco constituye un agravante de peso: el diario El País informó que entre los condenados por robo en la última semana había un hombre con 17 antecedentes y una mujer de 35 años con seis condenas previas.
Quizás habría que repensar todo el sistema. Hoy la premisa que lo rige dice que todo hombre es recuperable. Es una afirmación imposible de demostrar en forma científica. Las evidencias, además, son abrumadoras en sentido contrario.
Quizás se podrían bajar las penas para el que comete un delito por primera vez, pero al mismo tiempo agravarlas en forma radical para los reincidentes. Que si alguien insiste en atacar a la sociedad (porque eso es delinquir), solo pueda recibir una muy larga condena. En algunos estados de Estados Unidos, como California, existen leyes que estipulan que todo hombre que es condenado por tercera vez, no importa la gravedad de sus delitos, debe cumplir una pena de entre 25 años y cadena perpetua.
Decir estas cosas es políticamente incorrecto en Uruguay, y así nos está yendo.
Todo hombre merece una segunda oportunidad, es cierto. Pero Uruguay hoy les está dando tres, cuatro, cinco, seis y más oportunidades a algunas personas que ya han demostrado cómo las van a aprovechar.
A Michael y a Lucía, en cambio, no les dimos ni siquiera una.



Artículo de Leonardo Haberkorn
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